La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 30 de octubre de 2016

El camino de Zaqueo

31° Domingo durante el año – Ciclo C

El camino de Zaqueo

Queridos hermanos y hermanas:

            Hemos escuchado en el evangelio de hoy (Lc 19, 1-10) el relato del encuentro entre Jesús y Zaqueo. Pero sobre todo hemos escuchado los pasos que Zaqueo tuvo que dar para poder encontrarse con el Señor, para poder encontrarse con Jesús. Les invito a que meditemos sobre este camino de Zaqueo y que nos dejemos inspirar por él.

«Quería ver quién era Jesús»

            El evangelio nos dice que «Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad»; nos dice también que «allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos.» Pero el dato más importante que nos proporciona el evangelio sobre Zaqueo, es que «Él quería ver quién era Jesús».

           
En ese sentido, Zaqueo es imagen del hombre inquieto, del hombre que busca, del hombre que anhela. Zaqueo anhelaba ver a Jesús; anhelaba –probablemente- verlo no sólo con los ojos sino sobre todo con el corazón.

            Es importante que tomemos conciencia del anhelo de Zaqueo. Sobre todo, teniendo en cuenta que Zaqueo «era un hombre muy rico», «jefe de publicanos». Se trata de un hombre que posee muchas riquezas materiales, un hombre con un estilo de vida cómodo, un hombre ocupado en muchas tareas, trabajos y cálculos. En este sentido, ¿no es también Zaqueo imagen del hombre exitoso? Posee riquezas, y con ello, poder económico, comodidad e influencia social.

            Y sin embargo, a pesar de todo esto, sigue buscando algo más. Por eso «quería ver quién era Jesús». A pesar de sus riquezas, de su comodidad e influencia, Zaqueo anhela algo más. Algo que ni la riqueza, ni el poder, ni la comodidad puedan dar.

            Zaqueo anhela, busca, no se deja contentar o conformar con los bienes de este mundo. Tal vez en su corazón resuenen las palabras del Salmo 15 (16): «Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen». Sí, el consumo, la comodidad y la avaricia, y la búsqueda enfermiza de placeres[1] no satisfacen el corazón humano, no lo sacian. Estamos hechos para algo más.

«Subió a un sicómoro para poder verlo»

            Zaqueo convierte su anhelo en búsqueda concreta. No se queda en la buena intención o en la mera idea, sino que toma una decisión. La decisión de adelantarse a Jesús y subir a un árbol para verlo al pasar. El anhelo que llega a ser decisión se transforma en propósitos concretos para buscar al Señor, y buscándolo dejarse encontrar por Él.

            En esta misma línea nos dice el Papa Francisco: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso.”[2]

            Sí, anhelar el encuentro con Jesús implica una decisión concreta por buscarlo y por dejarse encontrar por Él. Implica una decisión concreta por cultivar nuestra vida espiritual. Implica opciones concretas por favorecer el cultivo del espíritu.

            ¿Cuánto tiempo concreto le dedico a la oración día a día? ¿Cuánto tiempo le dedico al diálogo íntimo, personal y auténtico con Jesús? ¿Cuánto tiempo le dedico a la lectura consciente y orante del Evangelio? ¿Me dejo encontrar por Jesús en el Evangelio? ¿Hago una opción por la Eucaristía dominical? ¿Busco a Jesús en los distintos ámbitos de mi vida personal, familiar y laboral? ¿Dejo que Él atraviese mi ciudad y mi vida? (cf. Lc 19,1).

«Lo recibió con alegría»

            “Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con brazos abiertos.”[3]

            Es la experiencia que ha hecho Zaqueo. Él arriesgó, Él se decidió por buscar a Jesús y dejarse encontrar por Él. Subido al árbol, Jesús lo miró y le dijo: «Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa»; y «Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría» (Lc 19, 5. 6).

           
El anhelo y la decisión desembocan en la alegría del encuentro, en la gran alegría de recibir a Jesús en su casa, en su vida. Y este encuentro marca su vida, este encuentro lo evangeliza y lo convierte en discípulo de Jesús, pues “no se comienza ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva.”[4]

            Sí, “sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro- con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la auto-referencialidad”[5]; somos rescatados de nuestras ataduras y tristezas, de nuestros aislamientos y egoísmos; somos rescatados de la tentación de pensar y sentir que nuestros corazones pueden conformarse con la mediocridad o saciarse con el consumo y el placer egoísta.

«Zaqueo dijo resueltamente…»

            Y ese encuentro que marca la vida, necesariamente deriva en la conversión. Lo vemos en la historia de Zaqueo. El recibir al Señor en su casa y en su vida; el sentirse valorado, respetado y amado por Jesús, lo llevó a abrirse a la capacidad de amar dando de sus bienes a los más pobres y reparando a los que había perjudicado.

            Se nos muestra así la dinámica de la conversión: apertura al amor de Dios que nos muestra nuestra dignidad de amados, y por ello mismo, nos muestra nuestra capacidad de amar. La auténtica conversión al Señor nos lleva también a la conversión hacia los hermanos.

            Y comprendemos así como la misericordia sana las heridas de nuestros pecados y nos lleva a descubrir nuestro yo más auténtico, aquél que se esconde detrás de tantas pretensiones de poder y de auto-satisfacción. Ante la mirada de Jesús, “toda falsedad se deshace. Es el encuentro con Él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos.”[6]

            Zaqueo vuelve a ser él mismo, recobra su dignidad, su identidad más auténtica: «Y Jesús le dijo: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.» (Lc 19, 9-10).

            El camino de Zaqueo es el camino del anhelo que llega a ser realidad en el encuentro con Cristo y la conversión de vida. Anhelo, decisión, encuentro y conversión, son los pasos del camino que también nosotros estamos llamados a recorrer para encontrarnos con Jesús en nuestras vidas, y, encontrándonos con Él, reencontrar nuestra propia autenticidad.

            A María, Madre del camino, le pedimos que mantenga vivo en nuestros corazones el anhelo de su hijo Jesús, para que día a día nos decidamos a buscarlo y a dejarnos encontrar por Él; para que día a día nuestro anhelo se haga decisión, encuentro y conversión. Amén.


[1] Cf. PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 2.
[2] PAPA FRANISCO, Evangelii Gaudium 3.
[3] PAPA FRANISCO, Ibídem
[4] BENEDICTO XVI, Deus caritas est 1.
[5] PAPA FRANCISCO, Evangelii Gaudium 8.
[6] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 47.

domingo, 23 de octubre de 2016

La súplica del humilde

30° Domingo durante el año – Ciclo C

La súplica del humilde

Queridos hermanos y hermanas:

            Nuevamente la Liturgia de la Palabra nos presenta el tema del culto y de la oración. El domingo 28° meditamos en torno al tema del culto como reconocimiento de Dios y gratitud para con Él; en el domingo 29° escuchamos cómo Cristo nos enseñó que es necesario orar siempre sin desanimarse.

            Y hoy, la Palabra de Dios nos enseña la actitud con la cual debemos presentarnos ante Dios para hacer oración.

Dos hombres subieron al Templo

            Hemos escuchado en el evangelio de hoy la conocida parábola “del fariseo y el publicano” (Lc  18, 9-14). En ella se nos relata que «dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano». Se nos relata también el contenido de la oración de cada uno, el contenido de ese diálogo íntimo con Dios.

            «El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.”» En cambio, la oración del publicano dice simplemente: «“¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”».

           
                Al detenernos a analizar la oración de cada uno de estos hombres y la actitud que en ella expresa cada uno, nos damos cuenta que la oración del fariseo más que un diálogo con Dios es un monólogo sobre sus logros personales y sus supuestos méritos.

            En el fondo el fariseo no está haciendo oración, porque la oración supone el saberse necesitado ante Dios, supone la conciencia de que ante el Creador somos creaturas, ante el Salvador somos necesitados de salvación y redención.

            Cuando en la oración nos presentamos ante Dios como auto-suficientes y no necesitados de su misericordia, nosotros mismos nos cerramos a Dios y su acción, y nuestra oración, en lugar de ser alabanza a Dios, se transforma en un vano intento de auto-glorificación.  Es por eso que Jesús dice que el fariseo no volvió a su cada justificado (cf. Lc 18,14a), pues, «todo el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado» (Lc 18,14b).

            Por eso, san Pablo en la Carta a los Efesios nos recuerda: «Ustedes han sido salvados por gracia, mediante la fe. Esto no proviene de ustedes, sino que es un don de Dios; y no es el resultado de las obras, para que nadie se gloríe» (Ef 2, 8-9). No debemos gloriarnos de nuestras obras, sino gloriarnos de la misericordia de Dios y de nuestra confianza en Él.

La súplica del humilde

            En el mismo sentido se expresa el libro del Eclesiástico cuando dice: «La súplica del humilde atraviesa las nubes» (Ecli 35,17). Sí, cuando con humildad y autenticidad nos presentamos ante el Señor, nuestra súplica llega a su presencia, a su corazón. Entonces nuestra súplica es verdaderamente oración.

            El publicano, que subió al Templo a orar, volvió a su casa justificado porque renunció a toda pretensión de justificarse a sí mismo o de excusarse por los pecados cometidos. Mostrando su fragilidad y su miseria se dejó justificar por Dios, se dejó hacer justicia por Dios; y así experimentó lo que hemos rezado al responder al Salmo de hoy (Sal 33, 2-3. 17-19. 23): «El pobre invocó al Señor, y él lo escuchó».

           
            Se nos muestra así que la actitud fundamental para hacer oración es la humildad y que la humildad siempre es verdad. Y la verdad sin rodeos, la verdad sin excusas, la verdad sin apariencias. En el fondo, la oración más que palabras y gestos es presentarse con sinceridad y confianza ante el Señor. Así como somos: con nuestros logros y fracasos, con nuestras virtudes y defectos, con nuestras miserias y anhelos.

            Sólo entonces se da un verdadero diálogo entre Dios y el hombre. Sólo entonces el hombre experimenta en profundidad su condición humana y con ello la riqueza y ternura de la misericordia de Dios. Sólo entonces le permitimos a Dios ser Dios.

Purificación interior

            Todo esto nos muestra que la oración auténtica nunca es alienación del hombre y fuga de su realidad. Muy por el contrario, en la auténtica oración, en el auténtico diálogo el Dios vivo el hombre se encuentra a sí mismo, encuentra su verdadera identidad: la identidad de hijo.

            Y aceptando esa identidad de hijo, esa dependencia filial de Dios encuentra su 
camino de plenitud. Humildad es aceptar que dependemos de Dios. Y aceptando y asumiendo libremente esa dependencia encontramos nuestra plenitud. Humildad es también aceptar con el corazón que dependemos de los demás y que no podemos tenernos por justos a nosotros mismos y despreciar a los demás (cf. Lc 18,9).

            Comprendemos entonces que la oración “es un proceso de purificación interior que nos hace capaces para Dios y, precisamente por eso, capaces también para los demás.”[1] Es un proceso de purificación porque en la auténtica oración nos liberamos de las mentiras ocultas con las que muchas veces nos engañamos a nosotros mismos y a los demás. En la oración auténtica, Dios nos ayuda a confrontarnos con nosotros mismos y mirar nuestra propia realidad con sus ojos.[2]

            Así, Dios nos ayuda a descubrir nuestra pequeñez, pero precisamente en esa pequeñez conocida, aceptada y confesada encontramos nuestra grandeza: somos hijos dignos de misericordia. Nuestras miserias nos hacen dignos de misericordia.[3]

            A María, la Madre de Misericordia que en su cántico del Magníficat (Lc 1, 46-55) no tuvo miedo de confesar que Dios «miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1,48), le pedimos que nos enseñe a vivir nuestra oración como súplica auténtica y humilde, como entrega confiada de nuestra pequeñez para encontrar en Dios nuestra auténtica grandeza. Amén.


[1] BENEDICTO XVI, Spe Salvi 33.
[2] Cf. BENEDICTO XVI, Ibídem
[3] Cf. P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre. Textos escogidos del P. Kentenich (Nueva Patris, Santiago de Chile 2015), 147-150.

miércoles, 19 de octubre de 2016

Alianza de Misericordia - 18 de octubre de 2016

Alianza de Misericordia

18 de octubre de 2016

Queridos hermanos y hermanas;

Querida Familia de Schoenstatt:

            A lo largo de este Año Santo de la Misericordia, unidos a toda la Iglesia, hemos reflexionado, meditado y contemplado el hermoso misterio de la misericordia divina. En Jesús, “rostro de la misericordia del Padre”[1], hemos contemplado este misterio que para nosotros “es fuente de alegría, de serenidad y de paz”.[2]

Sobre todo hemos intentado vivir este misterio de la misericordia de Dios; hemos intentado vivir de la misericordia de Dios  -recibiéndola en nuestras vidas- y para la misericordia de Dios -regalándola a los demás-. Hemos intentado hacer realidad el llamado del Papa Francisco a asumir la misericordia de Jesús como nuestro estilo de vida.[3]

Y hoy, en esta celebración del 18 de octubre, en esta celebración de la Alianza de Amor, queremos también celebrar y vivir la misericordia divina. ¡Cuánta misericordia nos ha hecho Dios al entregarnos a María como madre y aliada en el Santuario! ¡Cuánta misericordia hemos recibido al sellar una Alianza de Amor con María! ¡Cuántas misericordias hemos recibido de María en su Santuario! ¡Cuántos milagros de misericordia han ocurrido en este lugar santo! Sin dudar podemos decir que María se manifiesta aquí como Madre de Misericordia.

Madre de Misericordia

            María se manifiesta como Madre de Misericordia para nosotros porque Ella misma ha recibido misericordia: «el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas» dice en su cántico a la misericordia divina (Lc 1, 49). María se manifiesta como Madre de Misericordia porque ha recibido en sus entrañas a la misericordia divina hecha carne: Jesucristo, su hijo y nuestro Señor. “Ninguno como María ha conocido la profundidad del misterio de Dios hecho hombre. Todo en su vida fue plasmado por la presencia de la misericordia hecha carne.”[4]

Sí, Ella misma como persona fue plasmada por la misericordia de Dios, de modo que Ella pueda plasmarnos a cada uno de nosotros, pueda educarnos y formarnos a imagen de Jesucristo, misericordia viva del Padre. Dios la plasmó para que Ella nos plasme. Como dice la Carta a los Efesios: «Nosotros somos creación suya: fuimos creados en Cristo Jesús, a fin de realizar aquellas buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2,10).

            Por su parte, el P. José Kentenich nos dice: “Dios en su sabiduría creó a su madre. Ella no solo participa de esa misericordia de Dios, sino que en razón de su ministerio tiene la tarea de hacer llegar a los hombres esa misericordia de Dios. (…) Dios Padre y Cristo han reservado para sí el juicio sobre la humanidad; y quieren hacerles llegar a los hombres la misericordia a través de las manos de la Santísima Virgen.”[5]

            Vemos así que María tiene un verdadero ministerio de misericordia en la Iglesia y en la humanidad. Lo contemplamos en el evangelio de la Visitación (Lc 1, 39-56): «María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá» (Lc 1,39). Algunas traducciones del mismo texto dicen «se puso en camino».

            María se pone en camino con prontitud para acompañar y ayudar a su anciana pariente Isabel (cf. Lc 1,7) que lleva ya seis meses de embarazo. Con ello nos muestra que la misericordia “se identifica con tener un corazón solidario con aquellos que tienen necesidad”[6]; pero sobre todo, nos muestra que la misericordia se identifica con la acción concreta en favor de los demás. Sí, la misericordia siempre es concreta, como el amor de una madre.

            Así, con sus obras y palabras, María testimonia la misericordia de Dios que se derrama sobre los hombres «de generación en generación» (Lc 1,50). Pero al realizar la misericordia con Isabel, María misma recibe a su vez misericordia. María se pone en camino para ayudar y acompañar a Isabel; e Isabel la proclama «bendita entre todas las mujeres» y «feliz por haber creído» en el Señor (Lc 1, 42. 45). Es entonces cuando María entona su cántico: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque él  miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1, 46b-48).

            Las dos realidades van unidas: realizar misericordia y recibir misericordia.[7] Así lo enseña el mismo Jesús: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia» (Mt 5,7). Así lo experimentamos nosotros cuando realizamos la misericordia ayudando con sinceridad: al dar un don, o al dar de nuestro propio tiempo y capacidades, aunque recibamos apenas una sonrisa como muestra de gratitud, experimentamos que como seres humanos necesitamos de esa sonrisa, de esa muestra de cariño y humanidad; y así, también nosotros recibimos misericordia.

Alianza de misericordia
       
     Por eso, al renovar hoy nuestra Alianza de Amor con María, queremos renovarla como Alianza de Misericordia. Ella, que a lo largo de su vida ha recibido misericordia, nos la regala generosamente en el Santuario y en la Alianza. De hecho, nuestro Fundador dice que “nuestra Alianza de Amor es un desposorio entre la misericordia de Dios y la miseria personal”.[8] Es decir, que al sellar Alianza de Amor con María, acudimos al Santuario con nuestros dones y anhelos, pero también con nuestras necesidades, fragilidades y debilidades para ponerlas en sus manos y en su corazón.

           
Y así, cuando le entregamos a María nuestra fragilidad, debilidad y miseria, le permitimos a Ella que sea para nosotros Madre de Misericordia y experimentamos profundamente que la Alianza de Amor con Ella es una Alianza de Misericordia.

            Estoy seguro de que muchos de nosotros podemos dar testimonio de que la Alianza de Amor con María es una de las misericordias más grandes que Dios nos hizo en la vida.

            En esta Alianza de Misericordia hemos recibido en primer lugar un hogar: el corazón de María. Encontramos hogar allí donde somos aceptados incondicionalmente, donde somos comprendidos. Allí donde somos acogidos con nuestras capacidades y limitaciones, con nuestras virtudes y defectos. Allí donde podemos entregarnos totalmente sin temor. En esta Alianza de Misericordia somos transformados: de huérfanos nos convertimos en hijos de una Madre; de heridos en sanados; de solitarios en hermanos. Sobre todo volvemos a recuperar  nuestra identidad más auténtica: hijos amados del Padre. En esta Alianza de Misericordia somos enviados a entregar lo que hemos recibido: la misericordia del Padre y de Cristo por manos de María. Así nos convertimos en sus instrumentos, y con Ella hacemos cercana y concreta la misericordia de Dios.

            En este día 18 de octubre, antes de la clausura del Año Santo de la Misericordia, les invito a que renovemos nuestra Alianza de Amor como Alianza de Misericordia, y que nos comprometamos a llevar esta Alianza a muchas personas, para que también ellas experimenten la cercanía del Padre Dios en sus vidas. Así contribuiremos a hacer de la misericordia el estilo de vida característico de los cristianos.

            A María, Madre de Misericordia, que en sus entrañas portó la misericordia de Dios hecha carne, le pedimos que desde el Santuario nos envíe como portadores de esta Alianza de Misericordia  y como testigos de que “la misericordia de Dios no conoce límites y alcanza a todos sin excluir a ninguno”.[9] Amén.


[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 1.
[2] PAPA FRANCISCO, Idem 2.
[3] Cf. PAPA FRANCISCO, Idem 13.
[4] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 24.
[5] P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre. Textos escogidos del P. Kentenich (Nueva Patris, Santiago de Chile 2015), 227s.
[6] PONTIFICIO CONSEJO PARA LA PROMOCIÓN DE LA  NUEVA EVANGELIZACIÓN, Las obras de misericordia corporales y espirituales (San Pablo, Buenos Aires 2015), 17.
[7] Cf. JUAN PABLO II, Dives in misericordia 14.
[8] P. JOSÉ KENTENICH en P. WOLF (Ed.), La mirada misericordiosa del Padre…, 224.
[9] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus 24.

sábado, 15 de octubre de 2016

Levantar los brazos con Cristo

29° Domingo durante el año – Ciclo C

Levantar los brazos con Cristo

Queridos hermanos y hermanas:

            Así como «Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse» (Lc 18,1), también la primera lectura –tomada del libro del Éxodo (Éx 17, 8-13)- nos habla sobre la constancia y el sentido de la oración.

La oración de Moisés

            El Éxodo nos relata una batalla entre los amalecitas e Israel, pero sobre todo nos muestra el rol orante de Moisés durante la batalla que libra su pueblo: «Moisés dijo a Josué: “Elige a alguno de nuestros hombres y ve mañana a combatir contra Amalec. Yo estaré de pie sobre la cima del monte, teniendo en mi mano el bastón de Dios”» (Éx 17,9).

            Durante la batalla de su pueblo, Moisés sube al monte; es decir, sube al lugar de la oración, del encuentro con Dios. La oración misma es como una peregrinación a la cima de un monte, cima en la cual –luego de un arduo caminar- nos encontramos con Dios.

           
          La primera enseñanza que nos deja este relato es que en medio de nuestras batallas y dificultades; en medio de las batallas y dificultades de los nuestros, debemos hacer la peregrinación hacia el monte de la oración.

            En la cima, «mientras Moisés tenía los brazos levantados, vencía Israel; pero cuando los dejaba caer, prevalecía Amalec» (Éx 17,11). Es decir, Moisés no solo debe subir al monte de la oración, sino permanecer en oración implorando por su pueblo.

            También nosotros debemos aprender a permanecer en oración; es decir, orar concretamente con nuestros pensamientos, palabras y gestos; pero también, aprender a mantener una actitud orante a lo largo del día, aun cuando no podamos rezar en todo momento. La actitud orante consiste en cultivar la conciencia de que vivimos en la presencia de Dios, vivimos bajo su mirada bondadosa.

            Muchas veces nos proponemos hacer oración –tomamos propósitos, nos comprometemos con el rezo del santo Rosario o con la celebración eucarística-, y al inicio lo hacemos con entusiasmo. Pero a medida que pasan los días, ese entusiasmo decae, y vamos perdiendo fuerza y constancia en la oración. Nos dejamos llevar por nuestras múltiples ocupaciones, distracciones y cansancios. O simplemente sentimos que no somos escuchados en nuestras peticiones. Estamos lejos del ejemplo de la viuda insistente del evangelio (cf. Lc 18, 1-8).

            Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿Qué es la oración? ¿Cómo vivirla y expresarla? ¿Cómo ser perseverantes en ella?

Los brazos levantados

            Volvamos al relato del Éxodo. Allí se nos dice que: «mientras Moisés tenía los brazos levantados vencía Israel; pero cuando los dejaba caer prevalecía Amalec» (Éx 17,11). ¿Qué significa el gesto de los brazos levantados durante la oración?

            En primer lugar hay que decir que el gesto de los brazos levantados en oración es expresión exterior de la actitud interior del orante. Todo “gesto corporal tiene, en sí mismo, un sentido espiritual, (…) y el acto espiritual, por su parte, tiene que expresarse necesariamente, en virtud de la unidad corpóreo-espiritual del hombre, en el gesto corporal.”[1] Así, la oración, que comprende un reconocer a Dios, adorarle y suplicarle, es un acto humano que implica al hombre en su totalidad: espíritu y cuerpo.

            Así, los brazos levantados en oración expresan al hombre que eleva su mente y su corazón a Dios: es el orante. Pero también expresan su apertura a recibir de Dios su misericordia; “el hombre abre sus manos y, con ello, se abre al otro.”[2] Se trata de búsqueda y apertura.

           
            Pero en el caso de la oración de Moisés hay algo más. No se trata solamente de búsqueda y apertura; se trata de la oración de intercesión en favor de su pueblo. Los Padres de la Iglesia han visto en los brazos extendidos de Moisés, una prefiguración de Cristo en la cruz, el cual, con sus brazos “extendidos entre el cielo y la tierra”[3] intercede por la humanidad ante Dios.[4]

            Por eso los cristianos comprendemos la oración como búsqueda, respuesta y apertura a Dios; la entendemos también como intercesión constante en favor de nuestros hermanos y sus necesidades; pero, sobre todo, entendemos nuestra oración personal y eclesial como una participación en la gran oración de Cristo al Padre.

            Por esta razón, para nosotros el gesto de “los brazos extendidos tiene al mismo tiempo un significado cristológico: nos recuerdan las manos extendidas de Cristo en la cruz. (…) Extendiendo los brazos queremos orar con el crucificado, hacer nuestros sus «sentimientos» (Flp 2,5).”[5] Con Cristo abrimos nuestros brazos y manos al Padre y a los hermanos: se trata del amor a Dios y al prójimo. Ese es el sentido profundo la oración cristiana y su ley interior.[6]

La fe de Cristo

            Esta profunda comprensión de la oración cristiana nace de la fe en Cristo Jesús y en su testimonio de la paternidad misericordiosa de Dios. Solo el auténtico creyente es un auténtico orante. Y Jesús lo sabe.

Por eso, luego de la parábola del “juez inicuo y la viuda insistente” (Lc 18, 2-5), Jesús dice: «Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 7-8).

Sí, la oración insistente, la oración de intercesión y la espera en la oración, requieren fe. La fe en Cristo y la fe de Cristo. Confiar como Él y con Él en que el Padre bueno y misericordioso escuchará nuestra oración y responderá a ella a su debido tiempo y en la manera adecuada. La oración filial vive de la fe y de la confianza filial.

           A María, Madre creyente y orante, le pedimos que en el Santuario nos eduque en la fe y en la oración, para que con Cristo levantemos nuestros brazos en oración “desde donde sale el sol hasta el ocaso”[7]. Amén.


[1] J. RATZINGER, Obras Completas. Tomo XI: Teología de la Liturgia (BAC, Madrid 2014), 109.
[2] J. RATZINGER, Obras Completas..., 117.
[3] MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística de la Reconciliación I.
[4] Cf. J. ALDAZÁBAL, Gestos y Símbolos (Agape Libros, Buenos Aires 2007), 134.
[5] J. RATZINGER, Obras Completas..., 117.
[6] Cf. Ibídem
[7] MISAL ROMANO, Plegaria Eucarística III.