Domingo 28° durante el año
– Ciclo C
Adorar al Señor con un
canto nuevo
Queridos hermanos y hermanas:
La Liturgia de la
Palabra de este domingo nos presenta textos que nos llevan a meditar en
torno a la gratitud para con Dios. Tanto el relato de la curación de Naamán
(cf. 2Rey 5, 10. 14-17) como el relato
de la curación de los diez leprosos en el evangelio (cf. Lc 17, 11-19) apuntan en esa dirección.
Ahora reconozco a Dios
Iniciemos nuestra meditación a partir del texto de la
primera lectura, tomada del Segundo libro
de los Reyes (2Rey 5, 10. 14-17).
Allí se nos muestra cómo Naamán, que era «jefe
del ejército del rey de Aram» (2Rey
5,1), acude al profeta Eliseo buscando ser curado de su lepra. El profeta lo
envía a bañarse en el río Jordán y como resultado de ello «su carne se volvió como la de un muchacho joven y quedó limpio» (2Rey 5,14b).
Me parece importante que nos detengamos a reflexionar en
esto. El texto del Segundo libro de los
Reyes nos presenta a un extranjero, es decir, a alguien que no es miembro
del pueblo de Israel reconociendo al Señor como Dios. Y por ello, se compromete
a ofrecerle culto exclusivo a Él. En el mundo de la antigüedad, el politeísmo era
corriente. Cada pueblo, cada nación tenía su propia divinidad a la cual rendía
culto.
Sin embargo, aquí nos encontramos con un extranjero, que
al recibir una bendición del Dios de Israel lo reconoce como verdadero Dios y
se compromete a rendirle culto de forma exclusiva. ¿A qué se refiere Naamán con
ofrecer holocaustos y sacrificios solo al Señor?
El culto litúrgico
Sin duda podemos pensar que Naamán se refiere al culto
litúrgico propiamente tal; es decir al culto que se ofrece por medio de la
oración y de las acciones y gestos rituales. De hecho, si seguimos leyendo en
el Segundo libro de los Reyes
encontraremos que Naamán dice al profeta Eliseo: «Que el Señor Dios perdone a su siervo por esto: cuando mi señor entra
en el templo de Rimón para postrarse allí en adoración, se apoya en mi brazo de
manera que yo tengo que postrarme en el templo de Rimón. Así que, cuando me
postro en el templo de Rimón, que el Señor Dios perdone a su siervo por ello.» (2Rey 5,18).
Naamán
tendrá que seguir a acompañando a su rey en el culto a sus deidades nacionales,
pero sabe que no son Dios, ya que ha conocido que no existe Dios fuera del Dios
de Israel (cf. 2Rey 5,15). Por más
que se postre en el templo de Rimón su actitud interior no será la de dar culto
a los ídolos, porque el culto corresponde solo al Dios vivo.
Lo
cual nos lleva a preguntarnos: ¿Qué significa ofrecer culto a Dios? ¿Qué
significa adorar al Señor?
“Antes
que una serie de prácticas y de fórmulas”, antes que una serie de actos o de
palabras y oraciones; rendir culto a Dios implica reconocerlo como Señor, Creador
y Padre; implica reconocer su presencia y acción en mi vida y en la realidad
toda; implica un aprender a ponerme en su presencia amorosa. Se trata en primer
lugar de una actitud interior y de “un modo de estar frente a Dios”.[1]
Así,
esta actitud interior se manifiesta en los actos del culto litúrgico pero
implica también el rendirle culto con nuestra vida cotidiana, con nuestras
opciones y decisiones cotidianas, con nuestro estilo de vida. Lo que celebramos
en el culto litúrgico, debemos vivirlo en la vida cotidiana.
Sí,
rendimos culto a Dios, adoramos a Dios cuando lo alabamos en la asamblea
litúrgica y cuando lo testimoniamos en la vida cotidiana: “a esta adoración
pertenece el culto, la liturgia en sentido propio; pero a ella pertenece
también una vida según la voluntad de
Dios, que es una parte imprescindible de la verdadera adoración.”[2]
No
en vano dice el salmista: «Canten al
Señor un canto nuevo, porque él hizo maravillas… …Aclame al Señor toda la
tierra, prorrumpan en cantos jubilosos» (Sal 97, 1. 4). Sí, el «canto
nuevo» es el canto de la alabanza litúrgica, pero es sobre todo el canto de
una vida nueva, el canto de una vida conforme a su voluntad.
Gratitud para con Dios
En
el mismo sentido se expresa el evangelio de hoy (Lc 17, 11-19). Diez leprosos se acercan a Jesús implorando el don
de su sanación, «al verlos, Jesús les
dijo: “Vayan a presentarse a los sacerdotes”. Y en el camino quedaron
purificados.» (Lc 17,14). También
ellos experimentaron la presencia y la acción de Dios en sus vidas, pero solo «uno de ellos, al comprobar que estaba
sanado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de
Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias.» (Lc 17, 15-16).
Se nos muestran aquí dos aspectos más que
pertenecen al culto verdadero. El culto es fundamentalmente alabanza, es decir,
reconocimiento de la acción misericordiosa de Dios en favor de su pueblo, y por
eso es testimonio. Alabar a Dios en voz alta, significa dar testimonio de su
acción salvífica. Y el culto es también gratitud. Gratitud no solamente por el
don recibido, sino gratitud por la vida con Dios, gratitud por lo que Él es: nuestro
Padre.
Cuando
Jesús pregunta «”¿cómo, no quedaron
purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar
gracias a Dios, sino este extranjero?”» (Lc 17, 17-18); no reclama reconocimiento para sí mismo; sino reclama
aquello que todo hombre, en justicia, debe a Dios: el reconocerlo como Dios y
así reconocerse como creatura que vive de su bondad.
Así,
cuando el culto y la oración se vuelven gratitud, el hombre se ubica en la
relación justa con Dios y con la realidad. La gratitud nos ayuda a reconocer a
Dios como fuente bondadosa de todo don, y nos ayuda a comprendernos a nosotros
mismos como beneficiarios de tantos dones y de tanto amor. Así reconocemos a
Dios como Padre bueno y misericordioso, y nos reconocemos a nosotros mismos como
hijos amados del Padre.
Ahora
comprendemos el verdadero sentido del culto a Dios: el culto orienta nuestra
vida, nos da nuestra verdadera identidad y con ello el verdadero sentido de
nuestra vida. Y así comprendemos el gran don que es para el cristiano el culto
litúrgico celebrado en la Eucaristía.
A
la Santísima Virgen María, que en su Magníficat
(Lc 1, 46-55) entonó un canto
nuevo al Señor, le pedimos que nos
enseñe a reconocer a Dios en nuestras vidas y ofrecerle de corazón el culto
filial de una vida según su querer. A la Mater le dirigimos nuestra súplica
diciendo:
“Haz
que la luz del cielo me ilumine,
y
mire con fe
cómo
el amor del Padre
me
acompañó en mi vida.
Fidelidad
a la misión
sea
mi agradecimiento por sus innumerables dones.”[3]
Amén.
[1]
Cf. PAPA BENEDICTO XVI, Audiencia general
del 11 de mayo de 2011, Plaza de San Pedro [en línea]. [fecha de consulta:
8 de octubre de 2016]. Disponible en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2011/documents/hf_ben-xvi_aud_20110511.html>
[2] J.
RATZINGER, Obras Completas. Tomo XI:
Teología de la Liturgia (BAC, Madrid 2014), 9s.
[3]
Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre
214.
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