La vida es camino

Creo que una buena imagen para comprender la vida es la del camino. Sí, la vida es un camino. Y vivir se trata de aprender a andar ese camino único y original que es la vida de cada uno.
Y si la vida es un camino -un camino lleno de paradojas- nuestra tarea de vida es simplemente aprender a caminar, aprender a vivir. Y como todo aprender, el vivir es también un proceso de vida.
Se trata entonces de aprender a caminar, aprender a dar nuestros propios pasos, a veces pequeños, otras veces más grandes. Se trata de aprender a caminar con otros, a veces aprender a esperarlos en el camino y otras veces dejarnos ayudar en el camino. Se trata de volver a levantarnos una y otra vez cuando nos caemos. Se trata de descubrir que este camino es una peregrinación con Jesucristo hacia el hogar, hacia el Padre.
Y la buena noticia es que si podemos aprender a caminar, entonces también podemos aprender a vivir, podemos aprender a amar... Podemos aprender a caminar con otros...
De eso se trata este espacio, de las paradojas del camino de la vida, del anhelo de aprender a caminar, aprender a vivir, aprender a amar. Caminemos juntos!

domingo, 20 de agosto de 2017

«Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos»

Domingo 20° del tiempo durante el año – Ciclo A

Mt 15, 21 – 28

«Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos»

Queridos hermanos y hermanas:

            El Evangelio hoy nos narra el encuentro entre Jesús y una mujer cananea (cf. Mt 15, 21-28). Miremos con atención esta escena y veamos lo que sucede en el diálogo entre Jesús y esta mujer.

«¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí!»

            Primeramente se nos dice que «Jesús partió de allí y se retiró al país de Tiro y de Sidón» (Mt 15,21); y en este lugar «una mujer cananea, que procedía de esa región, comenzó a gritar: “¡Señor, Hijo de David, ten piedad de mí! Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio”» (Mt 15,22).

            Es importante señalar que esta mujer era considerada pagana, pues, no pertenecía al pueblo de Israel, el pueblo de Dios según la carne. Y aunque ella no pertenece a Israel, implora misericordia, y, al hacerlo, reconoce en Jesús al menos dos cosas: su condición de Mesías de Dios –Hijo de David- y su poder para conceder la sanación y la salvación a su hija.

            Por lo tanto, estamos viendo a una persona que, aparentemente, está alejada de Dios y de su pueblo. Sin embargo, es ésta persona la que tiene la capacidad de reconocer la presencia de Dios en Jesús y su poder salvador. Aunque esta mujer es pagana, está sedienta y anhelante de Dios.

            Tal vez esta sea la primera enseñanza de este pasaje del Evangelio. Muchas personas, que aparentemente están lejos de Dios o de su Pueblo; en realidad, tienen nostalgia de Dios, anhelo de Dios.  Y ese anhelo de Dios se expresa en la necesidad de ayuda, de amor y de comprensión; en la necesidad de sanación, tanto del cuerpo como del alma. ¿Somos capaces de reconocer ese anhelo de Dios en las personas de hoy? ¿Somos capaces de reconocer ese anhelo de Dios en aquellos que aparentemente están lejos de la Iglesia?

            No en vano la Iglesia dice de sí misma: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón.”[1]

«Mujer, ¡qué grande es tu fe!»

            Sin embargo, se nos dice en el texto evangélico que, aunque la mujer clamó pidiendo ayuda, Jesús «no le respondió nada» (Mt 15,23). “Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo» (Sermo 77, 1: PL 38, 483).”[2]

           
Jesús y la mujer cananea.
Capilla Redemptoris Mater.
Ciudad del Vaticano, 1996 - 1999.
Así, la mujer insiste, y postrándose ante Él le dice: «¡Señor, socórreme!» (Mt 15,25). Con palabras que podrían sorprendernos, el Señor responde: «No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los cachorros» (Mt 15,26).

            Y la mujer cananea muestra una gran humildad y fe al responder: «¡Y sin embargo, Señor, los cachorros comen las migas que caen de la mesa de sus dueños!» (Mt 15,27). Luego de que la mujer cananea se humilló a sí misma, el Señor Jesús la ensalzó y le concedió su pedido: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!» (Mt 15,28).

            Así, en el evangelio de hoy, es la mujer cananea la que nos enseña cómo debemos presentarnos ante el Señor en la oración. El primer paso es pedir el don de la misericordia para nosotros y para los que amamos. Luego, reconocer al Señor como Dios, como Aquel que puede salvarnos. Finalmente, debemos humillarnos –hacernos pequeños- en su presencia. Confianza, reconocimiento y humildad, son las actitudes de la persona que cree en Dios y busca su misericordia.

« Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos»

            La experiencia de esta mujer cananea, a quien Jesús “señala (…) como ejemplo de fe indómita”[3]; nos muestra que la misericordia, el amor y la salvación de Dios son una realidad para todos los hombres. Con Jesús, la misericordia de Dios rompe las barreras del prejuicio humano.

            Esto se encuentra bellamente expresado en las palabras del profeta Isaías: « Mi Casa será llamada Casa de oración para todos los pueblos» (Is 56,7). El profeta preanuncia un tiempo en el cual todos los pueblos se unirán al pueblo de Israel en el reconocimiento, la alabanza y la adoración al Dios vivo y verdadero.

            Esto es posible al menos por dos razones. En primer lugar, porque todo aquel que «observa el derecho y practica la justicia» (cf. Is 56,1) ya se encuentra «unido al Señor, ama el nombre del Señor y se mantiene firme en su alianza» (cf. Is 56,6). Por lo tanto, es importante que nosotros, los creyentes, no nos conformemos con una mera pertenencia eclesial formal y exterior. Muy por el contrario, debemos vivir nuestra pertenencia eclesial y nuestra experiencia cristiana desde nuestra interioridad, desde nuestro corazón. Se trata de actitud y acción. O como diría el P. J. Kentenich, se trata de estar siempre atentos al “máximo cultivo del espíritu”.

            Hay también otra razón por la cual la salvación de Dios está dirigida a todos. San Pablo lo expresa de esta manera: «Porque Dios sometió a todos a la desobediencia, para tener misericordia de todos» (Rom 11,32). Esto significa que todos los hombres y mujeres necesitan ser salvados por el Señor. Todos necesitamos del encuentro con Jesús que es “el rostro de la misericordia del Padre”.[4] Por lo tanto, nadie está demasiado lejos de la misericordia de Dios. Tanto aquellos que pertenecen a la Iglesia de una forma activa; como aquellos que rara vez se acercan a ella, todos necesitan la misericordia de Dios.

            Lo único que Dios nos pide es un corazón humilde y sincero. Un corazón que con confianza busca la presencia de Dios y su misericordia; un corazón abierto a reconocer a Dios como Salvador; un corazón que es lo suficientemente humilde como para reconocer la necesidad que tiene de Dios.

            Así, tomando conciencia de que toda la humanidad está llamada a formar parte del Pueblo de Dios, la Iglesia de Cristo, con confianza nos dirigimos a María, Mater Ecclesiae – Madre de la Iglesia, y le decimos:

            “Ayuda a la Iglesia a extenderse por todo el mundo

            y a caminar victoriosa a través las naciones,

            para que pronto haya un solo rebaño

            y un solo Pastor,

            que conduzca a los pueblos

            hacia la Santísima Trinidad. Amén.”[5]               




[1] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 1.
[2] BENEDCITO XVI, Ángelus, domingo 14 de agosto de 2011.
[3] BENEDICTO XVI, Ángelus, domingo 14 de agosto de 2005.
[4] PAPA FRANCISCO, Misericordiae Vultus, 1.
[5] Cf. P. JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 528.

1 comentario:

  1. Muy buena y sugerente tu prédica de este domingo. Gracias P. Oscar.

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