Fiesta de la
Transfiguración del Señor – Ciclo A
«Su rostro resplandecía
como el sol»
Queridos hermanos y hermanas:
La Liturgia de la
Iglesia nos propone hoy celebrar la fiesta
de la Transfiguración del Señor. En medio del tiempo durante el año -también conocido como tiempo ordinario en el
calendario litúrgico- aparece esta luminosa fiesta en la que contemplamos el
rostro de Cristo que resplandece en el monte Tabor.
El texto evangélico que hoy hemos escuchado (Mt 17, 1 – 9) es el mismo texto que se
proclama en el Domingo 2° de Cuaresma
(Ciclo A). Como bien lo señalaba Benedicto XVI, en el ámbito de la Cuaresma
este texto nos introduce en la experiencia de los apóstoles que “con este
acontecimiento (…) se preparan para el misterio pascual de Jesús: para superar
la terrible prueba de la pasión y también para comprender bien el hecho
luminoso de la resurrección.”[1]
Sin embargo, en el tiempo
ordinario del año litúrgico, se desea meditar sobre otro aspecto de este
misterio luminoso. Contemplando la gloria del Hijo, queremos conocer “la
grandeza de nuestra definitiva adopción filial”[2];
la plenitud de nuestra condición de hijos de Dios. Sí, deseamos contemplar lo
que llegaremos a ser si permanecemos como hijos en el Hijo del Padre.
«Su rostro resplandecía
como el sol»
El evangelio nos relata que «Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte
a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro
resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz»
(Mt 17,1).
Podemos imaginar la escena. De entre sus discípulos,
Jesús escoge a tres de ellos: a Pedro, a Santiago y a Juan. Y con ellos
emprende una peregrinación que los lleva a un «monte elevado». El texto evangélico no nos dice explícitamente el
propósito de esta peregrinación al monte. Sin embargo, sabemos que en la Sagrada Escritura el monte -o montaña-
señala el lugar predilecto de la oración, del encuentro íntimo con Dios y de la
revelación de su voluntad salvífica.
Cristo Transfigurado. Capilla del Seminario. Verona, Italia. Febrero, 2012. |
De
hecho, el Antiguo Testamento nos refiere
que “Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de
Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería
cara a cara, sino sólo de espaldas (cf. Ex 33, 18-23). De modo
análogo, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una
manifestación más íntima, no con una tempestad, ni con un terremoto o con el
fuego, sino con una brisa ligera (cf. 1 R 19, 11-13).”[3]
Así
en otro monte, esta vez del Nuevo
Testamento, los discípulos elegidos presenciarán la revelación de Dios en
su Hijo Jesucristo. En un ambiente de intimidad entre el Maestro y sus
discípulos – significativamente el texto dice «los llevó aparte»-, Jesús se transfigura en presencia de ellos: «su rostro resplandecía como el sol y sus
vestiduras se volvieron blancas como la luz».
Podemos
interpretar esta transfiguración de Jesús como la revelación de Dios en Cristo,
y también, como la revelación del mismo Jesús a sus discípulos. Ante ellos, el
Maestro se muestra en su naturaleza más íntima. La luz de su rostro simplemente
manifiesta la luminosidad de su corazón, la luminosidad de su ser más íntimo y auténtico.
Se trata de la luminosidad del Hijo de Dios que la Iglesia expresa con las
hermosas palabras del Credo
Niceno-constantinopolitano: «Luz de
Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma
naturaleza del Padre».[4]
Cristo manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre
Y en este acontecimiento de revelación -del cual los
apóstoles han sido partícipes y nos legan su testimonio en el Evangelio-, Jesús al revelar su
naturaleza íntima de Hijo de Dios nos revela también nuestra propia vocación y
misterio. No en vano enseña el Concilio
Vaticano II que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio
del Verbo encarnado”, pues Cristo, “en la misma revelación del misterio del
Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le
descubre la sublimidad de su vocación.”[5]
Sí, Jesucristo no sólo manifiesta la naturaleza de Dios,
sino que al hacerlo manifiesta también la verdadera naturaleza humana y la
grandeza de su vocación.
La luminosidad del rostro de Cristo es la luminosidad del
rostro de Dios, pero también, en el rostro de Cristo, contemplamos el rostro
luminoso del hombre redimido, contemplamos el rostro de la humanidad plena. Y
al contemplar el rostro de la humanidad plena y redimida descubrimos el plan de
Dios para cada uno de nosotros.
«Mientras bajaban del
monte…»
Seguramente, también nosotros, como Pedro, quisiéramos quedarnos
contemplando el rostro luminoso de Cristo, el rostro de la humanidad redimida.
También nosotros quisiéramos decirle a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres
carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4).
Sin embargo, el evangelio nos invita a bajar del monte.
En la contemplación de la transfiguración de Jesús se nos anticipa la hermosura
y luminosidad de nuestra condición redimida, pero también se nos señala que esta
luminosidad es fruto del seguimiento de Jesús en su Misterio Pascual; es decir, en su camino de cruz, muerte y
resurrección.
La luz pascual es luz redentora porque ha asumido en sí
la oscuridad y las sombras del pecado, de la fragilidad, de las heridas y de
los dolores. Sí, también nosotros queremos dejarnos iluminar por la luz de
Jesús en la oscuridad de nuestros pecados, fragilidades y heridas.
Una vez más volvemos a comprender el sentido del pecado y
la debilidad en nuestra propia vida. A veces quisiéramos que todo fuese
luminoso en nuestra vida personal o familiar, a veces quisiéramos que todo
fuese claro y esplendoroso en nuestra vida de fe. Y cuando tropezamos con
alguna dificultad, cuando tropezamos con el pecado -propio o de los demás-, nos
confundimos y nos entregamos a las sombras del desánimo y la desesperanza.
Sin embargo, el camino pascual de Jesús –y la luz que
irradia ese camino- nos muestra que muchas veces, nuestro propio pecado y el de
los demás es la oportunidad para dejarnos iluminar por Cristo en la verdad y la
misericordia.
La
presencia del pecado en nuestra vida y en la vida de la Iglesia es un llamado a
luchar día a día para que la luz de Cristo penetre en todos los rincones de
nuestra vida. La oscuridad es una oportunidad para que la luz resplandezca con
mayor fuerza. No nos desanimemos.
Dejemos
que Cristo ilumine todas las dimensiones de nuestra vida, también nuestras
fragilidades, entonces nuestros rostros resplandecerán con la luz de Cristo
Jesús, la luz pascual, la luz de la redención.
A María, cuyo “Santuario irradia sobre nuestro tiempo los resplandores y la gloria del Sol del Tabor”[6], le pedimos que nos ayude a resplandecer como milagros de humildad, confianza, paciencia y amor; de tal modo que la luminosidad del Evangelio de la misericordia “llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz”[7]. Amén.
[1]
BENEDICTO XVI, Homilía del 20 de marzo
del 2011 [en línea]. [Fecha de consulta: 6 de agosto de 2017]. Disponible
en: <http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2011/documents/hf_ben-xvi_hom_20110320_san-corbiniano.html>
[2]
MISAL ROMANO, Fiesta de la
Transfiguración del Señor, Oración Colecta.
[3] BENEDICTO
XVI, Homilía del 20 de marzo de 2011…
[4] CATECISMO
DE LA IGLESIA CATÓLICA, El Credo, Credo de Nicea Constantinopla [en línea].
[Fecha de consulta: 6 de agosto de 2017]. Disponible en: <http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p1s1c3a2_sp.html>
[5]
CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium
et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[6] P.
JOSÉ KENTENICH, Hacia el Padre 196.
[7]
PAPA FRANCISCO, Exhortación Apostólica Evangelii
Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual, 288.
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